Hace poco
veía la polémica entrevista al sacerdote jesuita Felipe Berríos exhibida en TVN
desde Ruanda. Él mencionaba que el gran problema de Chile es el clasismo, y no
solo esa discriminación que viene a nuestra mente al escuchar la palabra, sino
también el imperativo de toda una sociedad de consumo de establecer como
referentes de éxito el estilo de vida de esos personajes de la clase alta. Lo
que ellos dicen, hacen o piensan es el modelo para los que le siguen por detrás
en la escala social.
Sin embargo
hubo un tiempo en que emergieron ciertos signos de que esto no tenía que ser
siempre así y que las clases bajas también “imponían modas” o presentaban sus
maneras de hablar, de pensar y de ser.
Muchas veces
usamos palabras que no sabemos su origen, pero que nos parecen divertidas,
juveniles y -hasta- parte de nuestra lengua madre. Muchas de esas palabras
vienen desde lo más marginado de nuestra sociedad, ese lugar oscuro que carece
de dignidad y que -paradójicamente-rebosa de orgullo de ser lo que es: la
cárcel. El carrete, la luca o la expresión brígido vienen desde ahí, y no desde
una minoría acomodada.
Ni hablar del corte de pelo denominado “choco-panda”
que, al igual que lo anterior, era propio de un sector de la sociedad excluido
y discriminado. Aunque se convirtió en moda para toda la sociedad surgió con una utilidad práctica para quienes trabajaban en la construcción o en las calles, pues les cubría la nuca evitando que su piel se quemara con el sol en los meses de verano. Con el tiempo tuvo gran aceptación entre los jóvenes de las clases bajas, dejando de ser propiedad de los trabajadores y convirtiéndose en un signo de "choreza" o de rebeldía. Más adelante la moda se extendió de la mano de la rebeldía característica de la juventud, encontrando gran aceptación entre los grupos más privilegiados del país, olvidándose de su origen útil y humilde.
Esos
pequeños signos daban luces de una “clase baja” orgullosa de ser quien era, con
esperanzas de fortalecer esa identidad tan única y que asomaba como referente
para todo el resto de la sociedad que -curiosamente- imitaba a los que antes
habían mirado por sobre el hombro, o simplemente no habían mirado jamás. Sin
embargo con el pasar de los años ese sano alarde se diluyó entre los iPhones, las
tarjetas de crédito y el enfermizo consumismo que describe el sacerdote ya
mencionado, dándole la razón al “cuanto tienes, cuanto vales” tan antiguo, pero
cada vez más vigente.
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